Durante más de la mitad de la película, da la impresión –por la forma en la que Baldana edita y reparte el material a lo largo del filme-, que los “huao” siguen todavía fieles a sus costumbres. Es un retrato del día a día en la vida de lo que parece ser un grupo familiar de unas 8, 9 personas, en el que se los observa en sus hábitos cotidianos: preparar comidas , cuidar a los niños, contar historias y trabajar .
Hay un aspecto de “paraíso perdido” en estas escenas, en las que el grupo parece vivir de manera autosuficiente, compartiendo con alegría y simplicidad un mundo que parece alejado de toda influencia externa. Hay algo en esa descripción que la acerca al universo de intereses de Werner Herzog. Y el hecho de que se expresan en su propio idioma y que Baldana haya decidido no subtitularlo, hace que la experiencia resulte aún más ajena y misteriosa.
En la segunda mitad del filme queda claro que los huaoranis no viven solos y que el mundo que los rodea está invadido por un universo más parecido al que uno conoce: la escuela , la enseñanza del castellano (y del inglés), el bar, los centros sociales, la religión evangelizadora. De cualquier manera, los huao tratan de combinar su forma de relacionarse con el mundo y la naturaleza, sin ceder a las “tentaciones” que se le proponen.
Esa es la puja que narra el filme: la de un pueblo intentando mantener su identidad y su relación con el exterior. Y si bien desde este otro mundo se apuesta muchas veces por el respeto a esa identidad, los cambios se dan de a poco, aun cuando no se notan. Recién al final, cuando se ve material documental de los huaoranis cuando recién empezaron a comunicarse con el mundo exterior, se nota hasta qué punto mucho ha cambiado.
Baldana observa y, si se quiere, editorializa desde el montaje.
Soy Huao (se vio en la competencia argentina del Bafici 2009 y ganó varios premios internacionales) apuesta al acto de mirar: son las pequeñas cosas, y el tiempo, las que dejan en claro las marcas del choque cultural.
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